Cada club tiene su épica secreta: la de quienes trabajan sin focos, sin gradas llenas, sin recompensa que no sea seguir adelante. En la UD Alzira, esa épica lleva nombre y apellido: Toni Hernández. Delegado de campo, mediador, anfitrión, gestor y aficionado desde niño, Toni ha vivido las horas más tensas del club azulgrana y las más hermosas. En todas ellas estuvo acompañado por Mireia, su apoyo y la mujer que también lleva al Alzira cosido al corazón.
Toni Hernández: el hombre que ya estaba allí
Hay personas que entran a los sitios nuevos como quien llega a una habitación conocida: sin hacer ruido, sin reclamar nada, como si ya hubieran estado allí en otra vida. Toni Hernández es uno de esos hombres. Lo mira uno y entiende enseguida que el fútbol —este fútbol nuestro, de barro, de grada y carrusel deportivo, de domingo a las cinco— no lo eligió él: lo fue empujando la vida, a base de pequeños empellones, como empuja a los distraídos hacia su lugar verdadero.
Toni siempre ha sido hombre de doble jornada. Todo lo que ha hecho en la UD Alzira —y no es poco— lo ha ido encajando con su trabajo en Ford, donde pasó cuarenta y un años, casi media existencia, midiendo los días por turnos, sirenas y almuerzos con compañeros. Conciliarlo todo, trabajo, familia, pasiones, era una acrobacia, una especie de funambulismo doméstico, hasta que hace un par de años llegó la prejubilación y, por fin, el reloj empezó a jugar a su favor y comenzar a correr a un ritmo más amable.
A Alzira, capital de la Ribera Alta, llegó de niño, con once años recién cumplidos y un acento maño que le venía de familia y unas expresiones que todavía sonaban a la brisa del mar de Alicante. Su familia llegó a Alzira acompañando a su padre, quien había encontrado acomodo en la industria del automóvil, instalándose en la localidad valenciana mediados los años setenta. Se acomodaron en la otra punta de la ciudad de donde se encuentra el estadio Luis Suñer Picó, construido por orden el empresario y entonces presidente del club Luis Suñer Sanchis en 1973 y que lleva el nombre de su hijo fallecido. Lo primero que hizo Toni, junto a sus hermanos, recién llegados a su nueva vida fue llevar a cabo una ceremonia de bienvenida, íntima pero cargada de significado: salir caminando para ver dónde estaba el estadio, cuánto se tardaba en llegar, como si el campo, sin saberlo, fuera a marcar el centro de gravedad de un mapa vital que, aún en la infancia, no sabían que estaban dibujando.
El fútbol entró pronto en la vida de Toni, pero no como una promesa sino como un juego del que se disfruta porque se comparte con los amigos y porque se vive en el barrio, una alegría sencilla. Jugó en el At. Avidesa hasta juveniles, y aunque él mismo dice que era “muy malo”, que jamás pasó de ser un simple amateur, lo cierto es que ya estaba aprendiendo —sin saberlo— lo que luego le serviría para todo: mirar el fútbol con honestidad, sin adornos, sin grandilocuencia.
Más tarde llegaron los años como informador arbitral. Y esta parte, contada por él, suena a capítulo de una novela de iniciación: padres jóvenes, dos hijos pequeños que revolotean por la casa, fines de semana jugando con amigos, tardes entrenando a un equipo de críos y, entre medias, la tarea de evaluar árbitros. Su primer informe, como prueba para medir su capacidad, fue un Atlético de Madrid–Barcelona. Ni más ni menos. A su lado, por si fuera poco se encontraba el presidente del Comité de Árbitros. Cada uno tomó notas por su lado y, al terminar, compararon valoraciones: coincidían casi punto por punto. Era el primer aviso de que Toni tenía la mirada limpia, justa, sin manías ni vicios del oficio.
Así pasó tres temporadas, subiendo poco a poco de categoría en las designaciones: empezó evaluando árbitros de Segunda Regional y terminó valorando actuaciones en Tercera División. Pero la vida —siempre tan casual— había empezado a apretarlo por los costados. Su mujer, con esa sabiduría práctica que sostiene las casas, le pidió que dejara algo. Y Toni dejó el arbitraje, porque uno siempre deja lo que no ama por encima de todo. Y así, por una de esas casualidades que luego resultan decisivas, apareció la UD Alzira en 2009. Su mujer llevaba la contabilidad del club porque su jefe, Enrique Esparza, era tesorero del club por aquel entonces. Toni ya era seguidor fiel: con su hija, desde que tenía dos años, habían recorrido juntos los campos de Preferente, de Tercera, de Segunda B siguiendo al equipo blaugrana. La UD Alzira ya era un pedazo de la vida familiar, una costumbre que perfuma y da forma a los fines de semana.
Primero comenzó ayudando en una campaña de abonados de mitad de temporada. Nada extraordinario. Un favor. Un rato. Pero ya sabemos cómo empiezan estas historias. A los pocos meses, en pleno verano, se cruzó por la calle con un directivo del club. “Toni, ¿te interesaría ser secretario de la UD Alzira?”, le preguntó. A él, de la estupefacción se le fue el moreno de la piel y casi se le atragantó la sorpresa:
—Pero Paco, ¿cómo voy a ser secretario si no tengo ni idea de lo que hace un secretario?
La respuesta, tan alzirista que parece sacada de un cuento, fue desarmante:
—No pasa nada. Vente mañana al Luis Suñer, nos sentamos, lo hablamos tranquilos y ya está.
Así empezó todo. Sin plan, sin aspavientos. Con esa naturalidad que tienen las cosas importantes, así como los vendedores de enciclopedias, cuando vienen a llamarte a la puerta y tú, casi sin querer, les haces sitio.
Historia de las llaves del Luis Suñer
A veces la vida te pone a prueba sin avisar, como si quisiera descubrir hasta dónde llega tu paciencia, tu resistencia, tu energía o tu terquedad. Toni recuerda sus primeros meses en la UD Alzira como quien repasa un sueño confuso de la última noche: avanzando a tientas, sin una brújula que le permitiera orientarse ni un libro de instrucciones acerca de cómo proceder, confiando en la buena fe de los demás y en ese instinto suyo, tan de hombre corriente, de hacer lo que toca hacer. De esta forma, transitó en sus primeros meses como Secretario, un cargo de esos que se dice pronto pero resuena mucho.
La primera gran sacudida llegó pronto, cuando aún era un recién llegado y sin haber tenido tiempo de afilar los lápices. Secretario del club del que era seguidor por sorpresa para muchos, él el primero, quien aceptó el cargo casi por una cuestión de educación, sin imaginar, ni por asomo, la dimensión real del puesto. “Yo no sabía nada, absolutamente nada”, recuerda ahora con una sonrisa que mezcla pudor y alivio. Aquella sonrisa que surge cuando uno recuerda el primer naufragio y descubre que, de algún modo, sobrevivió y salió indemne.
Faltaban pocos días para empezar la liga 2009-2010 en Segunda B —un año en el que estaba en el equipo David Fas, un jugador que había militado en la Unión Deportiva Salamanca— cuando sonó el teléfono: era la Federación Valenciana. “Toni, ¿cómo puede ser que todavía no hayas tramitado ninguna licencia?”. Él se quedó helado. No había presentado ni una. No sabía ni por dónde empezar. Y ahí apareció la mano amiga de César Calatayud, hoy secretario general de la Federación, que lo guió paso a paso por aquel laberinto administrativo que amenazaba con dejar al Alzira sin jugadores para el debut ante el Teruel. César le explicó requisitos, plazos, casuísticas, comprobaciones, documentación… Toni, al borde del colapso, trataba de no perder detalle. “La angustia que pasé hasta que pude tener confirmación de que teníamos dieciséis licencias tramitadas… no se la deseo a nadie”. Ahora lo cuenta riendo, como si hablara de un hijo que ya ha crecido y camina solo. Pero entonces no había risa: había miedo. Miedo de verdad.
Esa fue la primera de muchas primeras veces. Cada semana surgía una tarea nueva que él no conocía. Por instinto, o por responsabilidad, nunca eludió una sola. Nunca usó su desconocimiento como coartada para mirar hacia otro lado. Y encima, la situación económica del club era terrorífica. Ese verano, mientras los equipos valencianos negociaban los contratos televisivos de Segunda B y los rechazaban a modo de presión, Toni recibió instrucciones distintas: “Acepte la oferta. Necesitamos el dinero para sobrevivir”. Y obedeció.
De repente, el Alzira se convirtió en apestado. Club non grato. Ningún directivo rival quería verlos. Cuando jugaban fuera, los nuestros no podían ocupar su sitio en el palco. Y allí estaba Toni, recién llegado, tratando de recomponer relaciones que no había roto, explicando a cada club la precariedad real de las arcas de la UD Alzira, casi pidiendo una tregua, un indulto temporal, en nombre de la supervivencia y de la comprensión de que, cualquiera de los entonces indignados, pudiera llegar a verse en una situación similar.
Porque ser delegado —o secretario, o lo que haga falta— nunca fue solo firmar papeles. Es, como le toca hacer ahora, llamar al delegado del próximo rival para explicarle que el Luis Suñer está resembrándose y que toca jugar en el Campo Municipal Venecia; es gestionar aparcamientos imposibles; hablar con el Ayuntamiento para que reservara dos plazas a los árbitros; ceder su propia plaza cuando Policía Local olvida señalizar la zona; asegurarse de que quien rinde visita a la UD Alzira se marche hablando bien del club. Pequeños gestos invisibles para la grada, pero decisivos para la dignidad de una entidad que carga con un siglo de historia sobre los hombros.
Cuando parecía que ya nada podía complicarse más, llegó el verano de 2012. La directiva que había entrado con aire renovador —la de Javier Giménez, con Gabino, exjugador del RCD Espanyol y Real Betis como entrenador— decidió marcharse apenas quince días después de asumir el mando. Revisaron las cuentas, vieron medio millón de euros de deuda y concluyeron que sostener aquello era imposible. Cerraron la puerta. Y, al marcharse, dejaron las llaves del Luis Suñer sobre la mesa… para Toni.
Él siempre lo cuenta igual. Se ve a sí mismo, en julio, dentro del estadio, completamente solo, con un manojo de llaves en la mano y una pregunta que le cayó encima como una losa: “¿Y ahora qué hago yo?”.
Aquellos diez días fueron, según él, los peores de su vida. Sin comer. Sin dormir. Gente intentando influir, presionándole, empujándole hacia decisiones que no quería tomar. Su mujer, alarmada al verlo consumirse, suplicándole que abandonara: “Toni, deja esto, que te va a matar”. Y en medio de todo, una frase que recuerda como un salvavidas: “No te preocupes, Toni, lo vamos a solucionar”, se la dijo quien hoy es presidente.
Convocaron una reunión urgente con la Federación Valenciana. Toni llegó con tal cara de desamparo que el secretario solo tuvo fuerzas para decirle: “Pasa, hijo, y cierra la puerta”. Allí le explicaron los pasos a seguir. La dimisión verbal de la directiva no servía. Hacía falta formalizarla y convocar elecciones de inmediato. Y si nadie se presentaba, Toni, como secretario, debía asumir la presidencia de la junta gestora. “Si quería”, remarcó la Federación. Mucha gente —demasiada— lo animaba a no hacerlo. Pero él asumió la responsabilidad. Y mientras lo hacía, corría por Alzira el rumor más injusto: “Ese Toni se va a cargar el club”.
Convocadas las elecciones, se presentaron dos candidaturas: la Plataforma por la UD Alzira, de Rafael Ahulló, y la de Javier Pérez, entrenador del equipo alevín. Ganó, por sorpresa para todos, Pérez. Dos días después, tuvo lugar la reunión decisiva con un tal Dani Ponz, al que Toni apenas conocía de vista.
La escena del encuentro con Dani Ponz parece sacada de una novela policíaca o de un guión de Aaron Sorkin: Dani abre el portátil que se contenía un mapa con la salida del laberinto en la que estaba atrapado la UD Alzira, explica su sistema de juego, su metodología, muestra una lista de jugadores por puesto, propone firmar siempre al más barato, traza un plan, un orden, una visión. Toni recuerda que todos se quedaron mudos. De pronto comprendió que él, que llevaba meses en la trinchera y años alrededor de un campo de juego, no tenía ni idea de fútbol. Pero había encontrado a quien sí la tenía.
De vuelta a casa, sonó el móvil. Era, Javier Pérez, el nuevo presidente. “¿Qué te ha parecido?”. Y Toni, todavía impresionado, solo pudo responder:
—Contrátalo sin pensártelo.
Delegado de campo: un oficio invisible
Con el tiempo —con los años, mejor dicho— Toni Hernández descubrió que en el fútbol también hay oficios secretos, casi artesanales, que nadie ve pero que sostienen el mundo. Así le ocurrió cuando, tras la llegada de Dani Ponz, empezó a ejercer como delegado de campo. Desde fuera, uno cree que un delegado es poco más que un hombre, bien abrigado y con aire de detective, que levanta un cartelón luminoso para anunciar un cambio. Pero la realidad es otra, y él la aprendió a base de madrugar domingos y de llegar al Luis Suñer dos horas y media antes de cada partido, cuando el estadio todavía huele a sombra, a riego reciente y no hay más sonido en la grada que el silencio.
Su trabajo empieza mucho antes de que ruede el balón. Ayuda al utillero a preparar la ropa, acomoda el vestuario arbitral como quien arregla la habitación de un invitado importante: fruta, barritas, agua, sprays, todo limpio, todo dispuesto. Luego pasa por la ventanilla de taquillas con el listado de acreditados, como un maestro de ceremonias que supervisa que cada nombre esté donde debe. Después recibe al equipo visitante, al equipo arbitral, intercambia alineaciones, y entrega la nuestra al míster para que empiece a darle forma al partido que aún no se ha jugado y del que, sin embargo, ya se intuye un destino.
Cuando el árbitro toma el control de la aplicación de alineaciones —ese instante casi litúrgico— Toni sabe que entra en un terreno en el que ya no cabe la improvisación. Y aun así siempre queda un margen para la vida: un dorsal mal anotado, un jugador lesionado en el calentamiento… Pequeñas grietas donde asoma la fragilidad humana y donde él se mueve con naturalidad, porque nunca ha creído en el fútbol como una tecnología, sino como un acuerdo entre personas dispuestas a dialogar.
El partido, sin embargo, es otro cantar. Ser delegado es intentar contener el fuego sin quemarse, templar a los tuyos y a los otros, sostener la compostura mientras alrededor alguien protesta, alguien celebra, alguien pierde los nervios. Y ahí Toni siempre ha tenido un don. Él, que se confiesa nervioso por dentro, aprendió a ejercer la calma como si fuese un deber moral. Recuerda su primer encuentro como delegado: se acercó al árbitro tembloroso, sin ocultarlo, pidiendo consejo. Y aquel colegiado, quizá sin saberlo, le regaló una profesión: “Toni, piensa que eres un miembro más del equipo arbitral.” Esa frase la ha llevado como un amuleto en el bolsillo desde entonces para decidir el comportamiento adecuado para cualquier situación cuando el balón está en juego.
Y ser un miembro más del equipo arbitral implica, a veces, ponerse del lado del que todos señalan. En un partido pueden gritarte los banquillos, los aficionados, el cielo entero, pero alguien tiene que mantener la serenidad. “Tranquilos, volved a vuestro sitio, que así no ganamos nada”, repite como si fuese una plegaria. Y casi siempre funciona. Su misión es no perder los estribos, ni siquiera cuando el mundo entero parece invitado a perderlos.
No siempre es fácil. Una bengala encendida por la afición visitante en un partido reciente les recordó lo precario que es controlar a las personas que se congregan en las gradas de un estadio. En instalaciones municipales, como les ocurre ahora en su estancia temporal en Campo Municipal Venecia, con accesos abiertos por mil rincones, es imposible vigilarlo todo. En cambio —qué paradoja— en noches grandes como aquella Copa del Rey en 2022 frente al Athletic Club, todo está calculado al milímetro. Pero cuando la humareda negra obligó a detener el partido y a que su portero se enjuagara los ojos, fue Toni quien recibió del árbitro la orden de desalojar la zona. Y allí fue, sin épica ni aspavientos, a pedirles a unos desconocidos que apagaran el caos. Lo hicieron.
La peor tarde de todas le llegó el 16 de diciembre de 2023, en un UD Alzira–Atlético Saguntino que ganó el equipo blaugrana. Lo que ocurrió a partir del minuto 89 —insultos de directivos del equipo rival a los colegiados, expulsiones, amenazas de muerte— hizo que Toni tuviera que ponerse entre el árbitro y la furia ajena. La policía se había marchado hacía rato, creyendo que el ambiente sería tranquilo. Ahí estaba él, solo durante unos minutos eternos en el recorrido del equipo arbitral hacia el vestuario, pidiendo refuerzos a otros directivos, protegiendo al árbitro como quien cuida de un familiar. Lo hace porque es su deber, sí, pero también porque siente que si él no da ejemplo, ¿quién lo dará?
Y entre tanto conflicto, a veces la memoria guarda un alivio, un instante feliz que justifica todos los demás. Para Toni, ese día fue el 25 de octubre de 2015, cuando cumplió 50 años y los jugadores saltaron al campo con una pancarta con su foto. Todo el estadio en pie, aplaudiendo a un hombre que no marca goles, que no dirige equipos, que no sale en los periódicos. A un hombre que ayuda. A un hombre que quiere bien.
“No pude contener las lágrimas”, recuerda. Y es fácil imaginarlo.
Luego están los momentos en los que tocó hacer de todo. Incluso de fisioterapeuta. En una pretemporada cualquiera, de aquellas en las que el club estaba en horas bajas, se lesionó un juvenil y allí apareció él con la bolsa de agua y el spray. El público no daba crédito. “Venga, levántate, que no tienes nada”, le decía al chaval intentando salir del apuro lo antes posible. Pero el chaval sí que tenía: el cruzado posterior roto. Y él, con su pudor y su rubor a cuestas, no daba crédito cuando veía a los presentes en el estadio, puestos en pie, aplaudiendo su buena voluntad.
Otros días fueron hermosos por razones ajenas. El ascenso en Elda fue una fiesta para muchos, pero sobre todo para Dani Ponz, que cumplía allí su sueño. Toni lo vivió como se viven las alegrías ajenas cuando uno las considera un regalo. Porque si algo define a Toni es que siempre mira al otro. De Dani Ponz habla con una mezcla de admiración y cariño. Evoca al entrenador nervioso que fumaba un cigarro entero de una sola calada en los descansos de los duelos que no suman puntos como son los de pretemporada. Y también al hombre que se iba al Mercadona a comprarle comida a un jugador que pasaba dificultades, o que ponía cien euros de su bolsillo para que el club pudiera cerrar un fichaje. “Dani para el Alzira lo es todo”, dice, y uno entiende que también lo es para él.
Cuando se le pregunta por los mejores jugadores, menciona nombres como quien menciona viejos amigos: Sito, portero formidable y mejor persona; Christian Herrera, cuya inscripción fue una odisea administrativa pero que regaló una primera vuelta de ensueño; Kaiser, talento puro y cariño duradero. Y luego añade que son pocos, porque en realidad se quedaría con todos. Y uno entiende por qué: Toni es de esos hombres que coleccionan personas, no objetos.
Un amor en Alzira que sostiene todas las cosas
La temporada actual no ha comenzado como a uno le gustaría. Hay años que nacen torcidos, como las parras viejas empeñadas en crecer hacia la sombra. Y este curso, la UD Alzira ha tenido que aprender a caminar desde el tropiezo: cinco jornadas bastaron para que Sergio Paredes dejara el banquillo tras anotar en el casillero un solo empate, y fue entonces cuando tomó las riendas Ramón Llopis, que, con paciencia de artesano y sin prometer milagros, ha conseguido al menos sumar seis puntos y algo de sosiego.
El objetivo, a estas alturas, es casi un pacto de humildad: asegurar la salvación, y luego ya veremos si queda aire para soñar. Toni lo dice sin dramatismos, pero también sin disimular la pena que le produce saber que el club vive instalado en una especie de tierra de nadie. “El Alzira aún tiene el nombre”, comenta, “pero no somos el que fuimos.” Lo dice con esa mezcla tan suya de sinceridad y nostalgia, como quien mira una fotografía antigua y reconoce más el tiempo que ha pasado que la imagen misma. Ya pocos recuerdan a aquella UD Alzira que disputó la campaña 1988-89 en Segunda División siendo un club por donde han pasado jugadores como César Ferrando, Melo un jugador muy querido en la UD Salamanca o, la leyenda en el Numancia de Soria, Octavio o, como en la actualidad, siendo lugar donde se han curtido entrenadores como el ya citado Dani Ponz, Pau Quesada, actual técnico del Real Madrid Femenino o Marc García, técnico en la actualidad del Real Ávila..
Porque el club —centenario, histórico, más antiguo incluso que los grandes de la capital— ha perdido parte de su hechizo popular. La juventud mira hacia el fútbol sala, que al menos ofrece Primera División, horarios de sábado por la tarde y la comodidad de un pabellón céntrico donde nunca llueve ni sopla el viento. El Luis Suñer, en cambio, queda a las afueras, ahí donde se acaba la ciudad y empiezan las campanas de la periferia. Para la gente mayor sigue siendo un santuario; para los jóvenes, un desplazamiento incómodo. Antes se daban cuatro mil almas en las gradas; hoy, quinientas, ochocientas si la tarde acompaña. Toni habla de ello con la serenidad de quien no reniega de la realidad, pero tampoco deja de esperar que algo cambie, aunque sea despacio.
Entre todas las cosas que han pasado, las buenas y las malas, hay una constante silenciosa: Mirella. Su mujer. La que vende las rifas y recibe, caminando por las calles de Alzira, el cariño de quienes hace años iban al campo y hoy ya no pueden. Para ellos, Mireia es como una corresponsal de guerra amable: “¿Cómo ha quedado el equipo?”, le preguntan, confiando más en su palabra que en cualquier periódico.
Pero su papel ha sido mucho más grande. En los tiempos de más escasez, cuando el club apenas podía reunir unas monedas para cumplir con los jugadores, era ella la que haciendo malabares con los escasos ingresos del club llegaba con un sobre modesto pero honrado, fruto de un esfuerzo por mantener viva la historia de Alzira. Y los futbolistas la recibían como se recibe a una madre buena: haciéndole la ola, agradeciendo no solo el dinero, sino el gesto, que vale mucho más. “Creo que nunca nos hemos arrepentido del tiempo que le hemos dado al Alzira”, confiesa Toni. Y cuando dice “nosotros”, uno entiende que habla de un matrimonio que ha compartido no solo techo, hijos y días, sino también un club entero, con todo lo que eso significa. Hay familias en las que se heredan tierras, viviendas o negocios. Ellos heredaron el amor por un club.
A Toni también le tocó vivir días extraños y memorables, como cuando la selección de Indonesia utilizó el estadio para preparar la Copa AFF de 2014. Tres partidos internacionales retransmitidos en un país lejano, miles de kilómetros al este, y él encargándose de todo salvo de los árbitros. O como aquella tarde en la que el Valencia CF y el PSV Eindhoven se citaron en pretemporada, y el representante del Valencia miraba sorprendido cómo él hacía de todo: coordinar accesos, revisar material, hablar con uno y con otro, como si fuese un hombre-orquesta sin batuta ni partitura. “En un club pequeño”, dice, “toca hacer magia.” Y es verdad: magia hecha de esfuerzo y de voluntad.
Tanta dedicación tiene un precio. El año pasado, agotado, decidió parar. Dejó el cargo para que otro lo ocupara, aunque siguió ayudando en licencias, trámites, papeleo. Uno no se desengancha del todo de aquello que forma parte de su vida. Pero a falta de seis jornadas para acabar la liga, el relevo dimitió y a él le tocó volver. Como quien vuelve a casa, incluso en vacaciones, cuando se llevó el ordenador para poder completar las inscripciones pendientes, no fuese a tener que pasar de nuevo el apuro de la primera vez quince años atrás. No tenía claro si seguir, pero un periodista le mencionó una cifra: 471 partidos como delegado. Y ese número, travieso y redondo, lo picó en el orgullo. Decidió entonces darse un pequeño homenaje y perseguir la frontera simbólica de los 500 partidos.
“Cuando me vaya —dice— no sé cuándo será, pero cuando me vaya no me iré del todo.”
Y uno entiende que no puede irse. Porque el Alzira es su otra casa. Y porque, en el fondo, el club existe gracias a hombres así, que se empeñan en sostener lo que aman, aun sabiendo que no siempre será fácil, ni agradecido, ni heroico.
Pero al final de todo —del relato, del estadio, del tiempo— hay una certeza que lo ilumina todo: si Toni ha podido dedicarle tanto al Alzira es porque Mirella ha estado siempre ahí, sosteniendo el resto de su vida, convirtiendo en posible lo que para otros sería impensable. El amor por un club puede mover montañas, sí. Pero el amor por una mujer —esa mujer que reparte rifas, dinero, ánimo y paciencia— es lo que permite que las montañas no se derrumben.
Y así vive Toni Hernández hoy su presente, ya retirado y sin tener que revisar las planillas con los turnos ni escuchar las sirenas de cambio de turno: entre el Luis Suñer, donde resiste un club centenario, y su casa, donde espera Mireia, la mujer que ha hecho posible que él lleve más de quince años cuidando de la UD Alzira como quien cuida de un jardín heredado, sabiendo que no es suyo, pero que su deber —y su alegría— es mantenerlo vivo.

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