Mario Losada: los goles también migran al este

Hay ciudades que parecen vivir en una encrucijada, con un pie en la memoria y otro en el futuro. Mielec, en el sureste polaco, lleva en sus calles la melancolía de un pasado industrial ligado a la aviación, pero también la fiebre de un balón que alguna vez voló tan alto como para codearse con la élite europea. Allí, entre chimeneas, hangares y el eco de un estadio que vio los goles de Grzegorz Lato, aparece ahora Mario Losada, delantero blanquinegro de alma indomable.

El ex de Unionistas, que ya dejó huella en Salamanca y en Alcoy, decidió este verano que su destino no podía escribirse en la comodidad de lo conocido. Eligió probar la intemperie de quien migra lejos de casa. Eligió Polonia, con su lengua áspera, su invierno interminable y una liga en la que la épica se mide en barro, sudor y kilómetros de viaje. Un paso que huele a supervivencia, a salto al vacío, a la clase de riesgo que en Kapuściński habría reconocido la materia misma del fútbol: un territorio donde los hombres buscan sentido a través del esfuerzo compartido, aun cuando la derrota se cierne como sombra inevitable.

Losada, que viste la camiseta blanca y azul del Stal Mielec, ya ha puesto su sello: 13 partidos como titular, 4 goles y la promesa de muchos más. Pero el fútbol, como la vida, rara vez es justo con los solitarios. Su equipo, llamado a pelear por regresar a la Ekstraklasa -Primera División polaca- tras el descenso, se mueve por ahora en los abismos de la clasificación. Un tercio de liga y las matemáticas muestran la paradoja: puestos de descenso, y a nueve puntos de la esperanza del playoff. En esa grieta, entre lo que se sueña y lo que se sufre, camina Mario.

No es la primera vez que Stal Mielec se enfrenta al vértigo de la caída. En los 70, cuando sus aviones aún despegaban con fuerza y la grada hervía, el club ganó dos ligas y, además, se alzó con el Trofeo Colombino cuando este torne atraía a los mejores equipos europeos. Fue la era de Lato, máximo goleador de en el Mundial de Alemania 1974 y mito de una nación que aún le venera por ser el líder de aquel combinado nacional que alcanzó dos terceros puestos mundialistas: Alemania’74 y España’82. Pero todo mito arrastra una condena: cuando partió en 1980, el equipo descendió con la resaca de los días dorados. Desde entonces, Mielec vive a golpes de nostalgia y resistencia, como si el fútbol hubiera quedado atrapado en el claroscuro de las fábricas y los inviernos.

En ese escenario, Losada juega algo más que partidos: juega a abrir una grieta en la historia. Sus goles —como los relatos de Olga Tokarczuk— parecen pequeñas semillas que buscan crecer en tierra dura, en una liga donde cada victoria se celebra como si fuera una absolución. Alrededor, otros dos españoles, Ale Díez e Israel Puerto, forman una suerte de comuna ibérica en un vestuario dirigido por el serbio Ivan Djurdjević, un entrenador serbio que conoce bien la vida de los exiliados del balón: a finales de los 90 defendió la camiseta del Ourense en un fútbol español muy distinto y disputó muchas temporadas en la liga portuguesa.

Mario Losada, con su camiseta de Mielec y su alma unionista, representa hoy esa figura tan querida por el fútbol de barro: la del delantero que pelea contra todo, que sabe que su destino no está escrito en las cifras, sino en los gestos. En cada carrera al espacio, en cada choque contra defensas más altos, en cada gol que celebra con rabia antes de cubrirse la cara con sus manos, en cada una de las cicatrices que luce su cuerpo como memoria de las batallas libradas.

Quizá su historia no acabe en títulos ni en ascensos. O quizá sí. Pero hay algo indiscutible: como diría Kapuściński, lo importante no es el resultado, sino la forma en que se habita el partido. Y Losada lo está habitando con la intensidad de un superviviente blanquinegro perdido en Polonia, donde cada gol suena como un recuerdo de lo que fuimos y una promesa de lo que todavía podemos ser.

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