Unionistas 2025-26 Jornada 7: Tarde, chato y gol de Hugo


Unionistas ganó al Mérida con naturalidad, Hugo volvió a marcar y el Reina respiró. Entre tanto, un viaje a las bodegas de Garrido y a la nostalgia para recordar que en el fútbol y la vida lo importante no es no fallar, sino hacerlo con alma. 

🦑 Lunes de Calamares | El alma que no se compra

En Salamanca se madruga por amor y se critica por costumbre. Jimena se estrenó esta temporada en el Reina Sofía con la ilusión intacta y el plan logístico de un míster de Champions, mientras los mayores discutíamos si se puede salir de copas después de perder.
Entre sanciones, goles y chatos de vino, este Lunes de Calamares va de algo más que fútbol: va del alma que se pone —o se pierde— en el intento

Se estrenaba Jimena esta temporada en el Reina Sofía. Y debo reconocer que, como buena analista en ciernes, no dejó nada al azar. A las cinco de la mañana llegó a mi cama y, como un entrenador que engancha al jugador que está en su banda, comenzó a dictarme las instrucciones claras de lo que teníamos que hacer:

—Tenemos que llevar la almohadilla, un bocadillo, la bolsa de chuches y la mochila de unicornios.

Además —muy importante, que no se me olvidase—, ella iba a llevar la camiseta de España con su nombre en la espalda y los calcetines de fútbol. De mí esperaba que estuviese a la altura de las circunstancias. Me dio un beso y volvió a la cama a seguir con sus sueños, para dejarme a mí con los desvelos.

A esas horas, con el amanecer aún lejos, por lo que se deja entrever en los comentarios en redes sociales, hay jugadores que la pasada semana estaban de jarana en los bares de moda de la ciudad. Los chicos se hicieron un afterwork y, como habían perdido y al día siguiente tocaba rendir cuentas, la cosa no gustó a una afición escocida por lo visto ante el Celta Fortuna. El club reaccionó con una multa al canto a los parranderos, para dar gusto al pueblo, y a otra cosa.

La grada olvida que un foráneo con veinte años no viene a Salamanca a ser seminarista -que los hay-, sino a empezar vivir, noche incluida. Pero, por lo que sea, tendemos a olvidar los pecados propios de la juventud y a creer que cada quien va a su trabajo, en todos los días que lleva cotizados, sin la mácula de haber cometido un exceso la noche anterior. La última noche, tras ganar al Mérida, seguro que no hubo reproches —tuviesen o no entrenamiento al día siguiente—, y sí muchas copas pagadas a cuenta de los mismos que siete días atrás les afeaban la conducta.

La victoria ante el equipo extremeño se consolidó desde el once. Mario Simón puso el mismo sentido común y el mismo metodismo que Jimena, y optó por colocar a cada uno en su puesto natural. Así todo fue más fluido desde el minuto uno. El equipo no sufrió, aunque tampoco fue la panacea de la creación, salvo los últimos quince minutos de la primera parte. De la Nava en la mediapunta, para habilitar a un Pere Marco que fue creciendo con el paso de los minutos. Álvaro Gómez, en banda derecha —que ante equipos que no se encierran saca su mejor versión—, volvió a recordar al de sus buenas tardes. Jota, con su aire enclenque, bajó una línea para aparecer más por la sala de máquinas; se desfondó, recibió recados de todos los rivales y, como premio, se llevó la ovación de la grada. Los centrales, Gorjón y Farru, estuvieron excelsos, sin fallo. Y Unai Marino, por fin, pudo dejar la portería a cero.

Pero el premio gordo se lo volvió a llevar Hugo de Bustos. Piel de gallina con el canterano: de nuevo anotó en una contra perfecta, culminada con una gran asistencia de Álvaro Gómez, y la grada le mostró la devoción que siente por él. El chico es la esperanza de Unionistas. Veremos cuánto dura, que será lo que tarde en llegar un club con un cheque al portador de seis cifras asomando en la billetera.

De vuelta a casa, pasando por el centro de la ciudad, pude ver a la mocedad universitaria disfrutando de lo que llaman el tardeo. Una buena excusa —valiéndome del sopor de Jimena— para evocar las viejas glorias de mi juventud, en esta propuesta que parece de hoy pero que es más vieja que mi chaqueta de pana.

Una de las cosas con las que más en desacuerdo estoy con los tiempos modernos la encuentro en los bares y tabernas. Proliferan los negocios de hostelería y restauración —más en una ciudad de servicios como Salamanca, donde abunda la gente de buen comer y mejor tragar—, pero hemos perdido algo por el camino. Cada vez es más difícil, prácticamente imposible diría yo, escuchar la rancia y agria orden:

“Ponme un chato de vino”

Tan asequible y espirituosa bebida, víctima del modernismo y de un capitalismo que no perdona, en vez de recuperarse ahora que tan de moda está lo retro, la opinión escabechada y el morro carnoso, se ha ido perdiendo hasta casi extinguirse. Por suerte aún permanecen reductos de nostálgicos que no se han dejado arrastrar por las curvas finas de las copas altas y permanecen fieles a las cristalerías bajas y planas. Emplazamientos fuera de cualquier guía y sin reseñas de incautos y dolidos.

En nuestro corrillo participan gentes diversas y entregadas al estudio —lo cual no es sinónimo de logro académico, sino de tiempo invertido—. Afirman los más doctos que esta desaparición del chato, tema estrella en la última tarde, es fruto de la “cultura del vino”, del marketing de etiquetas y denominaciones, que convirtió en lujo lo que siempre fue pueblo. Y con ello, los bohemios perdimos la excusa para entregarnos a los placeres humildes de barra y conversación.

Dejando de lado los motivos, quiero aprovechar para recordar mis correrías en busca del vino a granel que nacía muy lejos de cualquier Ribera, pero en una zona con denominación de origen: Garrido. La Ruta del Vino la llamábamos: una algarabía de mozos con el presupuesto justo, que nos llevaba a escalar las más escarpadas montañas etílicas con la alegría de los que no tienen nada que perder. Empezábamos en la Plaza del Mirto, en la Bodega Hernández, donde un mesero elegante nos recibía con su eterno jersey verde. De allí partíamos hacia nuevos horizontes: El Barco, Zurich, y siempre, siempre, acabábamos en nuestro santuario: la Bodega Paco.

Allí el tiempo se detenía. Paco servía el chato como quien entrega una hostia consagrada: sin prisa, sin postureo, con la solemnidad de quien ama su oficio. Su bigote impecable, su peinado al milímetro, su cigarro encendido y un pie sobre una caja de cerveza. Desde la puerta oteaba la vida pasar con la dignidad de un torero en tarde grande. Decía siempre: “El ciudadano de a pie no merece llevar color si no se ha plantado delante de un toro.” Y razón no le faltaba: él se plantaba todos los días ante los suyos, sin miedo, con la copa baja y el alma alta.

Me llega la nostalgia de aquellas gentes y de esas rutas. Aventuras que no siempre acababan entre las paredes de Paco, sino que —los días de jornal— continuaban cuesta abajo, ya no en busca de chatos, sino de chatis, en las whiskerías más selectas, donde poder emular a nuestros admirados toreros ante fieras igual de bravas.

Y así, entre el humo, el vino y los recuerdos, me da por pensar en el fútbol. Porque en las bodegas se salta de tema como de santo al que rezarle. La cabeza se me llena de una filosofía de barra pensando y viendo a mis paisanos como si fueran jugadores, entrenadores, directores deportivos, árbitros… los veo y concluyo, al escucharles, que todos nos equivocamos. No pasa nada. Beethoven repetía a sus músicos:

“No me importa que se fallen notas; sí me importa que se toquen con alma.”

Y eso espero de los jugadores de este Unionistas: que pongan el alma. Que si hay una sola mirada en la grada, sientan la obligación de transmitir una emoción que involucre a los suyos con lo que pasa en el campo. No queremos golazos ni regates de salón; nos conformamos con que todos los goles sean como el de Abde.

Que fallen, sí, mucho si quieren, pero que lo hagan con entrega. Que corran con barro en las botas y vino en la mirada. Porque el alma —como el buen chato— no se compra ni se entrena: se sirve del tirón, se bebe sin hielo y se brinda por lo que todavía puede salir bien.

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