Dani Llácer (Valencia, 1990) no fue una promesa de vestuario ni un jugador destinado a brillar en los estadios. Su carrera como futbolista terminó pronto y sin ruido, pero de ese vacío nació la oportunidad de mirar el fútbol desde otro lugar. En poco más de una década ha pasado de sentirse un intruso en un banquillo a dirigir en Primera RFEF, de ser “el segundo” que tomaba notas a ocupar la silla más expuesta de un club como Unionistas y, ahora, al frente del Ourense. La suya es la historia de un entrenador joven que se ha forjado a base de dudas, aprendizaje acelerado y la convicción de que el fútbol, más que certezas, es un territorio donde siempre queda algo por descubrir.

"Yo pensaba que iba a vivir del fútbol"

Antes de entrenador, Dani Llácer también soñó con ser futbolista. Su trayectoria en los campos de Tercera fue corta, abrupta y, sobre todo, reveladora. El desengaño de una carrera que no alcanzaba vuelo deseado fue, al mismo tiempo, la semilla de un camino inesperado: entender que su sitio en el fútbol estaba fuera del césped, en un banquillo y con una libreta en la mano.

Dani Llácer empezó a darle patadas a un balón en Quart de Poblet, el pueblo donde nació en 1990. Como tantos chavales de la Comunidad Valenciana, soñaba con jugar Mestalla. Y, durante un tiempo, parecía que la ruta estaba marcada: entró en la cantera del Valencia, hasta que un día le dijeron que hasta ahí había llegado. “Me echaron en cadetes. Y entonces apareció el Levante, que me abrió la puerta de su cadete A. Allí completé toda la etapa juvenil, jugando en Liga Nacional y División de Honor, y dos años en el filal compartiendo vestuario con gente como Vicente Iborra, Mossa, Héctor Rodas o Roque Mesa”.

El Levante de esos años vivía tiempos convulsos, acogido voluntariamente a la ley concursal en 2008 en un equipo que descendía a segunda enternados por Gianni De Baisi y jugadores como Rubiales, Tommasi o Riga en la primera plantilla. El descenso provocó la llegada de Luis García Plaza al banquillo y que tiró de la cantera para sostener el día a día en aquel verano de 2008. “Yo llegué a jugar dos partidos de pretemporada con el primer equipo, contra Teruel y Benidorm. Pero en cuanto firmaban a Ballesteros, Xisco Nadal o Pina, nos devolvían al filial. Éramos un comodín, en realidad”.

El joven mediapunta resistió un par de temporadas en el filial, hasta que la puerta se cerró definitivamente. “De repente me vi con 23 años, en Tercera, sin el bachiller sacado y con la mentalidad de que iba a vivir del fútbol. Entrenaba por las mañanas y no estaba motivado como para estudiar por las tardes. Mi círculo eran los compañeros, el vestuario. La tarde quedaba como tiempo muerto. Yo pensaba en entrenar, en jugar, en matar las horas. Nada más”.

La solución para seguir motivado por su carrera futbolística apareció lejos, casi en otro mundo: Inglaterra. En 2013, a través de su agencia y de un amigo, recaló en la Southern League, la sexta división inglesa. Primero en el Harrow Borough, luego en Chipstead. Allí descubrió otro fútbol:

"Al principio llamaba la atención: un español pequeñito, mediapunta, en un juego físico y directo donde el balón apenas pasaba por el centro del campo. Yo era distinto y se fijaban en mí. Pero llegó octubre, las lluvias, los campos pesados, y el entrenador empezó a dejarme fuera"

La experiencia, sin embargo, fue inolvidable. Marcó incluso en una primera ronda de la FA Cup, aunque cayeron en la prórroga. Aprendió inglés a trompicones, compartió de entrada piso con amigos, y compartió, con su pareja, lo que es vivir con lo justo en el extranjero: “Cobraba 400 libras semanales, que se iban en alquiler. No ahorré nada, pero lo que aprendí fue impagable. A muchos chavales de 22 o 23 años que ven que no van a llegar les recomiendo una experiencia así: Inglaterra, Estados Unidos, becas… el fútbol no es solo la pelota, también es cultura, idioma, relaciones”.

El regreso a Valencia, ya con 25 años, fue una despedida silenciosa. El fútbol no iba a darle más que la Tercera División y él lo sabía. “Me planté. Tenía que buscarme una salida. Después de darle muchas vueltas entendí que lo único que me gustaba era el fútbol. Decidí preparar la prueba de acceso a la universidad para mayores de 25 años e intentar entrar en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte. Solo había tres plazas y conseguí una. Ese fue mi gran punto de inflexión”.

Durante la carrera compaginó estudios con irse sacando los difentes niveles de entrenador y empezar con chavales en Quart y Mislata, y algún partido en Regional para sacar un extra. Entre clase y vestuarios se fue sacando los títulos de entrenador. El último año tocaba hacer prácticas de la carrera: Villarreal, Valencia o Levante eran opciones posibles. “Tuve la suerte de que en el Levante todavía conocía a gente. Pasé entrevistas y entré. Primero como analista de cantera y después, con Alessio Lisci en el División de Honor. Era el año de la pandemia. Y ese año me cambió la vida”.

"Trabajando junto a Alessio Lisci me di cuenta que no sabía nada"

El salto a los banquillos llegó pronto y con un baño de realidad. Al lado de Alessio Lisci, uno de los técnicos jóvenes que más rápido despuntó en España, Llácer descubrió que ser entrenador era mucho más que pizarra y motivación: era método, análisis, detalles invisibles. Aquella etapa le obligó a vaciarse de certezas para empezar a llenarse de conocimiento.

Después de más de veinte años jugando y viendo fútbol a diario, Dani Llácer creyó, como cualquier otro jugador, que lo entendía y sabía todo acerca del fútbol, que no tenía secretos. Pero no fue hasta que entró en un cuerpo técnico en el Levante cuando se dio cuenta de que lo suyo había sido más intuición que comprensión.

"Me empecé a preguntar: ¿realmente sabía lo que hacía en el campo cuando jugaba? ¿Entendía lo que me decía el míster? ¿Tenía las herramientas para interpretarlo? Y la respuesta fue que no, no sabía nada. Gracias a Alessio Lisci descubrí la ciencia que hay detrás del fútbol: identificar las causas de lo que pasa en el campo, potenciar habilidades, ver los procesos del día a día… Me cambió la forma de mirarlo todo".

Junto a Lisci en el División de Honor del Levante vivió dos años de revelaciones. Luego Lisci fue subiendo escalones: primero al filial, después al primer equipo granota en plena crisis tras la marcha de Paco López y la fallida apuesta por Javier Pereira. Los números no le alcanzaron para salvarlo del descenso, pero sí dejaron huella.

Para Dani Llácer, el salto fue distinto. La pandemia le había traído una oferta: entrenar al Cadete A del Levante o seguir el hilo de sus contactos. Eligió lo segundo: Pau Quesada, amigo íntimo de Lisci, le abrió la puerta del Elche Ilicitano, filial franjiverde. Allí se estrenó oficialmente como segundo entrenador. Fue la temporada en la que el primer equipo ascendió con Pacheta para, dos días después, ser despedido por Bragarnik en una de esas decisiones que aún hoy parecen incomprensibles.

Llácer recuerda aquel instante con nitidez. “Pau y yo estábamos en las oficinas del filial, dentro del Martínez Valero, cuando Pacheta entró para despedirse. Nos regaló dos consejos: uno, no os toméis nada a lo personal con los futbolistas; y dos, tratad con el mismo respeto a todo el mundo en el club, del director general al jardinero. Tardé en entender el primero, pero unos años después, en Unionistas, cuando me tocó ser primer entrenador, cobró todo el sentido”.

Aquellas palabras de Pacheta, claras y honestas le revelaron a Llácer el reverso del oficio: “A veces das la cara por los jugadores, les defiendes en el día a día, y luego ellos tienen otra idea en la cabeza y te dejan en una situación complicada. No hay que llevarse nada al terreno personal”.

El siguiente destino fue Huelva. Llegó de la mano de Alberto Gallego, con quien compartía agente después de que Pau Quesada se incoporara como técnico a la cantera del Real Madrid. El Recreativo acababa de caer a Tercera RFEF tras la reestructuración del fútbol semiprofesional. “Elegí esa opción frente a una oferta del Real Madrid para trabajar como analista en el juvenil C. Me atraía más ser segundo en un club histórico, con diez mil socios, aunque fuese en el barro”. El año fue bueno en resultados —lograron el ascenso— pero duro en lo interno: tensiones con un staff que llevaba años en el club y recibía con recelo al nuevo grupo de trabajo. “Con Alberto, ningún problema. El ambiente con parte del personal sí fue más incómodo. Se trabajaba, pero no fluía”.

Tras el ascenso, Pau Quesada continuaba en Real Madrid y Llácer regresó al Elche, ahora con otra posición y otro reconocimiento. Incluso rechazó llevar un juvenil del Levante para continuar fornando tándem junto a Gallego para llevar, de nuevo el Elche Ilicitano, pero con un acuerdo especial firmado por contrato: si caía el técnico del primer equipo, ellos tendrían un par de semanas para demostrar su valía en el fútbol profesional.

Y la ocasión llegó. Octubre de 2022. El Elche, en caos tras un inicio calamitoso con apenas un empate en siete jornadas, prescinde de Francisco y confía temporalmente en el cuerpo técnico del filial. Llácer lo recuerda con mezcla de ilusión y vértigo: “Mis padres vinieron desde Valencia, era nuestro debut en Primera. El día del Mallorca llovía a mares y pensé que ni se jugaría. Se retrasó media hora por cortes de luz. Habíamos trabajado una jugada de estrategia y marcamos con ella. Íbamos ganando hasta que expulsaron a Boyé y Muriqi, que ya había fallado un penalti, nos empató con otro. Fue un partido loco, pero para mí era como estar tocando el cielo”.

La semana siguiente les tocaba rendir visita a Mestalla para enfrentarse con el Valencia CF. “Imagínate: volver a casa, familia, amigos pidiendo entradas, nosotros preparando el plan del partido… Y de pronto llaman a Alberto: ya habían firmado a Jorge Almirón. Fue él quien se sentó en el banquillo en Valencia, sin usar nada de lo que habíamos trabajado. En cuestión de días pasamos de preparar un partido de Primera en Mestalla a volver al Vicente Morera de Silla, campo de Tercera. Dos meses después, cesados del filial. Eso es el fútbol: un carrusel imprevisible que te encumbra y te devuelve al barro en un parpadeo».

"No todos los jugadores saben en qué tiene que mejorar"

Su llegada a Unionistas como segundo entrenador le colocó en un rol casi quirúrgico: trabajar con futbolistas jóvenes en su desarrollo individual y, a la vez, convencer a veteranos curtidos de que un técnico sin pasado como jugador también podía ayudarles a crecer. Entre vídeos, charlas privadas y análisis minuciosos, Llácer se convirtió en un puente entre la teoría y la práctica, entre la idea de mejora y la voluntad real de cada futbolista.

La llegada de Dani Llácer a Unionistas de Salamanca se cocinó a fuego lento. Después de dejar Elche, vivió un medio año de dudas. Conoció entrenadores, métodos, caminos distintos. “Fue un tiempo muy útil, me sirvió para abrir la cabeza. Había hablado alguna vez con Dani Ponz, pero nunca habíamos trabajado juntos. Justo antes de que firmara por Unionistas él tuvo varias opciones: Intercity, La Nucía… Yo, por mi cuenta, le preparé un par de análisis acerca de qué es lo que haría, partidos de La Nucía contra Castellón y Atlético Baleares. Era mi manera de decirle: aquí estoy, quiero aportar”.

Ponz acabó recalando en Salamanca en febrero de 2023 después de que las opciones cerca de Valencia no se concretaran. Llegó con el equipo en serios apuros. Desembarcó junto al Tormes solo, sin ayudantes. Y lo que parecía un salto al vacío se convirtió en un milagro: Unionistas se salvó con holgura y se clasificó, contra pronóstico, para la Copa del Rey.

Para Llácer, la decisión llegó después, al inicio del verano de 2023. Dudaba: el Real Madrid le ofrecía un puesto de analista en cantera, un trabajo estable, buen salario y prestigio, a cambio de alejarse del terreno de juego. O, una segunda opción, seguir el camino incierto de ser segundo entrenador, pero continuar pegado al césped. “Fue el momento de más dudas en mi carrera. Estar en el Madrid suena increíble, pero no quería encerrarme en una oficina. Yo quería estar en el barro, en el día a día. Y entonces salió la opción de incorporarme con Dani Ponz a Unionistas. Era la apuesta más arriesgada, pero también la que sentía como mía”.

En Salamanca encontró un grupo al que llegaron jugadores que debutaban en la categoría y que tenían mucha hambre de crecer. Nombres como Slavy, Javi Villar, Jorge Rastrojo o Carlos Giménez. Con ellos se volcó en un trabajo individualizado que dió sus frutos y por el que pronto se destacó su importancia dentro del cuerpo técnico.

Me desgasté mucho, pero fue muy enriquecedor. Al final es aplicar el sentido común. Hablas con el jugador, le preguntas qué cree que debe mejorar. Y muchas veces no lo sabe. Hay futbolistas que piensan que ya no tienen margen de mejora, otros que son autocríticos y detectan rápido lo que falla. Y ahí es donde tú, como entrenador, tienes que abrirles perspectiva. Si tienen recursos, hay que ampliar esa caja de herramientas. Si no los tienen, hay que ayudarles a encontrarlos».

La relación con los veteranos fue distinta. Allí estaba la otra cara: futbolistas con un recorrido que, a veces, miran con recelo a un técnico de treinta años que no ha jugado en Primera. “Claro que se puede producir esa situación: que un veterano piense que no tienes nada que enseñarle. Ahí entra la inteligencia emocional. No puedo hablarle igual a un jugador de 34 años, como Carlos de la Nava o Ramiro Mayor, que a un chico de 19 como Iñaki González. No tienen las mismas vivencias, ni dentro ni fuera del fútbol. Con los veteranos necesitas otro tipo de feedback: pedirles opinión, validar la propuesta con ellos. Con los jóvenes, la clave es que entiendan lo que ganan trabajando en esa línea. No se trata de dar la misma charla a todos, sino de adaptar el mensaje a la persona”.

El proceso no es una fórmula mágica: análisis, cortes de vídeo, tareas diseñadas para replicar movimientos de jugadores élite… y, sobre todo, predisposición. “Si el futbolista no quiere, no hay mejora posible, tenga la edad que tenga. La diferencia es que los jóvenes suelen tener hambre de llegar, de firmar un contrato en un club importante. Eso les hace más moldeables. Pero al final se trata de algo tan simple —y tan difícil— como que hagan lo que se les pide: verse los cortes de vídeo, cumplir con el trabajo preventivo… porque ahí está la diferencia entre firmar en la Ponferradina o pasarte cada verano buscando un nuevo equipo sin saber ni el sueldo ni si lo cobrarás”.

En Unionistas, Llácer aprendió también a gestionar la energía del grupo. La línea invisible que separa el lunes del domingo. “Un jugador no puede dar su mejor versión solo en el partido. El reto es que entrene como si fuese sábado cada día. Y ahí es donde el entrenador debe evitar los picos emocionales: venimos de una derrota dura o de ganar a un grande, pero el lunes es lunes y hay que trabajar igual. A veces lo que hago es recordarles que tienen un privilegio enorme: son futbolistas profesionales. Tienen que darle el valor que merece”.

En Ourense, ahora, repite esa misma idea, apoyándose en la experiencia de gente como Álvaro Ratón, guardameta con siete temporadas en el Zaragoza. “Les digo a los jóvenes: hablad con él, preguntadle lo difícil que es llegar al fútbol profesional y mantenerse ahí. Que os cuente. Porque sí, es muy duro, pero también es una vida preciosa”.

"El niño este parece que sabe"

Cuando Unionistas le ofreció dar el salto a primer entrenador, Llácer aceptó con convicción y un punto de vértigo. La temporada se convirtió en una montaña rusa: la mejoría de varios jugadores convivía con la frustración de no ganar fuera de casa, y la permanencia en la categoría se vio empañada por las presiones externas y las dudas. Entre la intensidad de cada decisión y el desgaste de la exposición, el técnico valenciano vivió la prueba más dura —y más formativa— de su corta carrera.

La propuesta para ser primer entrenador de Unionistas no la buscaba, ni la esperaba. “Yo estaba muy cómodo como segundo, sentía que tenía impacto, que influía en el día a día, y estaba feliz con eso. Incluso tenía la opción de irme con Dani Ponz al Eldense, en Segunda, pero cuando llegó lo de Unionistas no dudé. No fue impulsivo, lo analicé mucho, pero había algo especial: el club, la gente, la sintonía con Rubén Andrés y Antonio Paz… todo me decía que era la oportunidad”.

El salto de segundo a primero trae consigo un matiz invisible: la percepción de los jugadores. “Ayudó mucho que apenas quedasen futbolistas del año anterior. Solo Ramiro, Iván Martínez, Rastrojo y Álvaro Gómez. Porque, si hubieran sido más, siempre planea la sombra del ‘es el becario del anterior’. Yo sabía que tenía que ganarme la legitimidad desde el conocimiento. Enseñar a un jugador, a De la Nava, por ejemplo, que si se coloca en este metro cuadrado gana un segundo más para recibir… y que él lo pruebe y vea que funciona. Ese instante en el que piensa: ‘Oye, pues el niño este parece que sabe’… eso es oro”.

Preparó con detalle la primera reunión con cada jugador. Junto a Edgar, su segundo, elaboraron cortes de vídeo, estadísticas, situaciones de temporadas anteriores. “Les mostrábamos acciones que ya habían hecho bien, para decirles: queremos que repitas esto. Que viesen que invertíamos tiempo en su mejora. En realidad era egoísmo: si saco la mejor versión de cada jugador, yo también gano”.

El inicio fue prometedor. Buenos resultados contra filiales, una racha de diez partidos sin perder. Pero la historia se torció en el calendario: no ganar fuera de casa. “Ese fue el gran lastre. Creo que lo transmití mal, que lo convertí en un monstruo. Empecé a darle demasiada importancia, a mostrar inseguridad. Al principio estaba bajo control, pero después de Tarazona empecé a obsesionarme. Nos costaba ganar, pero éramos estables, competitivos. Sin embargo, como fuera de casa no se ganaba, todo perdía valor. Y eso desgasta un mensaje, por mucho que intentes convencer al grupo de que lo está haciendo bien”.

La paradoja fue evidente: muchos jugadores crecieron individualmente —Iñaki González, Rabadán, Jonny Arriba, incluso De la Nava hasta la lesión—, pero el rendimiento colectivo no despegaba. “Lo vi más tarde. En el día a día no tienes tiempo: analizas lo que pasó y lo que viene, pero no puedes detenerte. Ahora sé que el error fue no encontrar la estabilidad emocional necesaria para relativizar lo de fuera de casa. Si hubiéramos cambiado una sola victoria en el Reina por una fuera, la narrativa de la temporada habría sido otra”.

El ambiente también jugaba. “En partidos como contra Ourense CF, esa noche de San Valentín, parecía que había dudas acerca del trabajo que hacíamos y  desde las redes sociales se empezaba a pedir mi cabeza. Pero nunca sentí que me faltara apoyo, al contrario. Rubén Andrés estuvo siempre cerca. y sentí su total confianza hacia mi y el cuerpo técnico desde el primer hasta el último día. El único momento que me dijeron ‘tienes que ganar’ fue contra Andorra. Ganamos 3-1. El resto, me centré en trabajar, en el proceso”.

El desenlace llegó en la jornada 31, tras caer derrotados, por primera vez en la temporada, en casa contra Osasuna Promesas. “Fue raro. Nos fuimos al descanso ganando, pero tras el penalti de Jordi Tur al inicio de la segunda parte el equipo se cayó y no supimos poner en práctica lo que teníamos trabajado. Lo sentía: ese día me jugaba el sitio, aunque estuviéramos a un paso de la permanencia. Y así fue”.

El oficio también se mide en los vestuarios del descanso, en esas charlas comprimidas donde todo se condensa en cinco minutos. “La previa puedes prepararla, incluso la del final del partido. Pero en el descanso tienes que improvisar a partir de lo que ves y de lo que conoces del grupo. Si es joven y va perdiendo, no puedes entrar con un palo porque se hunden. En el Reina Sofía eso se compensaba con el apoyo de la grada, fuera de casa no. Por eso los jugadores se encogían. Es un momento delicado: tienes que elegir dos o tres pautas que de verdad tengan impacto. Y saber quién eres tú. Yo no soy Ponz ni Gallego, que podían entrar a gritos y no perder legitimidad. Soy otro tipo de míster. Aunque, claro, también tuve mis días de frustración en los que entras al vestuario con ganas de tirarlo todo”.

Unionistas fue la primera cicatriz en la carrera de Dani Llácer. Una temporada con luces y sombras, aprendizajes y errores, jóvenes que crecieron y un equipo que, pese a estar vivo en casi todos los partidos, se quedó atrapado en esa condena invisible de no ganar fuera de casa.

Dani Llácer: "Ser entrenador es aceptar que no hay certezas"

Después de una temporada convulsa en Salamanca, con luces individuales y sombras colectivas, Dani Llácer no tardó en verse de nuevo frente al mismo vértigo: seguir en la comodidad de un segundo plano o asumir otra vez la intemperie de un banquillo como primer entrenador. Eligió el riesgo. Eligió Ourense. Llegó casi a contrarreloj, con la pretemporada ya lanzada y un club que buscaba en él un perfil joven, trabajador y capaz de poner el acento en el crecimiento individual de sus futbolistas. Desde entonces, instalado entre campos de entrenamiento prestados y un vestuario que se construía sobre la marcha, Llácer vive el oficio con una mezcla de lucidez y crudeza, consciente de que ser entrenador no es sólo dibujar sistemas sino convivir con decisiones que duelen y explicaciones que desgastan.

En Ourense estoy viviendo esa mezcla de ilusión y vértigo que supone volver a empezar, porque cada banquillo es en realidad una página en blanco. La suerte es que aquí siento que me han dado confianza desde el principio, que se valoran los procesos y que hay paciencia para dejar que las cosas maduren. Eso, en un club humilde y con los pies en la tierra, es un lujo.

No voy a engañar a nadie: ser primer entrenador es la parte más dura que he vivido en el fútbol. Cada semana tienes que decirle a un jugador que no va a jugar, sabiendo que le estás quitando lo que más le gusta hacer. Eso no ocurre en ninguna otra profesión. Y, por más natural que lo intentes hacer, siempre hay dolor en esa conversación, siempre hay un gesto, una mirada, un silencio que te recuerda que detrás de cada decisión hay una persona. Por eso me aferro al consejo de Pacheta: “no lo lleves nunca al terreno personal, hazlo siempre desde el fútbol”. Esa es la brújula que intento seguir.

Sé que a veces me paso explicando demasiado, tanto hacia dentro como hacia fuera. Me cuesta el piloto automático en las ruedas de prensa, porque mi instinto es hablar de juego, de por qué hemos intentado una salida de balón u otra, de lo que hemos buscado al mover una pieza. Quizá eso me desgaste, pero al mismo tiempo es lo que soy. Aprendo a modularme, a entender que ni el aficionado ni el periodista necesitan siempre todos los matices tácticos, pero me niego a convertirme en alguien que responde con tres frases prefabricadas. Si lo hiciera, sentiría que me estoy traicionando.

Ahora, con el equipo, trato de poner en valor cada día que tienen la suerte que tenemos todos de poder dedicar nuestro tiempo a ser profesionales del fútbol, porque es un privilegio que no dura para siempre. Lo hago recordándoles que, para que puedan mantenerlo deben hacer que cada entrenamiento cuente, que cada detalle tiene el poder de marcar la diferencia entre hacer una buena temporada y devolverle a un club la apuesta que ha hecho por ti. Lo hago también porque yo mismo necesito recordármelo: este oficio es ingrato y exigente, pero es lo que quiero vivir. He elegido venir a Ourense y seguir en el barro,, aún teniendo otras opciones más cómodas, con todo lo que supone.

En el fondo, ser entrenador es aceptar que nunca tendrás todas las certezas, que vives en el filo permanente de la victoria y la derrota. Pero también es descubrir que pocas cosas hay tan intensas como ver a un jugador crecer contigo, como sentir que un equipo y un club como el Oursense CF se hace más fuerte día a día. Y mientras esa sensación siga intacta, sabré que estoy en el lugar que quiero estar haciendo lo que quiero hacer.

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