Hay futbolistas que construyen su carrera a base de grandes noches. Otros, a base de grandes decisiones. Ewan Urain (Durango, Bizkaia 2000) pertenece al segundo grupo. Su historia no se explica desde los goles ni desde los ascensos, sino desde las elecciones pequeñas, casi invisibles, que se toman cuando nadie mira: decir que no, aguantar cuando el cuerpo se rompe, marcharse cuando quedarse parece lo más seguro, seguir jugando cuando el aplauso ya no está garantizado.

Esta es la historia de un delantero que ha aprendido que el fútbol, como la vida, no siempre premia al que más acierta, sino a los que deciden mantener el poder de tomar sus propias decisiones.

Elegir el balón

Toda decisión importante empieza antes de que uno sea consciente de ello. En el caso de Ewan Urain, empieza en casa, con un balón siempre presente, casi como un miembro más de la familia. Antes de Lezama, antes de los focos, antes incluso del fútbol organizado, hay un niño que juega, que prueba, que se mancha de barro y que un día descubre que no se puede elegir todo.

En casi todas las casas, en todas las familias, en cada vida, hay una primera imagen que lo explica todo. En la de Ewan Urain es sencilla: un niño y un balón. No importa la fecha ni el lugar en el que fue tomada. Da igual si es en un pasillo de casa, en una reunión familiar o en un jardín. Todo parece resumirse alrededor de esa esfera de cuero que siempre está presente. “Todas las fotos que conservo de niño aparezco con un balón”, recuerda. No como una pose, sino como una forma de estar en el mundo.

En su casa el fútbol no era una excepción, era una lengua materna. La madre, con su acento inglés, seguidora del Liverpool y del Leeds; el padre, vizcaíno, del Athletic. Equipos distintos, geografías lejanas, pero una misma forma de mirar el juego. El balón no se enseñaba: se respiraba. Y eso, con el tiempo, Ewan lo ha entendido como una ventaja silenciosa. “Estar siempre con la pelota como compañera de juegos te da una técnica y unas habilidades con ella diferentes a quienes han tenido una relación más academicista con el fútbol”. Antes que método, había el disfrute del  juego. Antes que corrección, la intuición de quien va sorteando las distintas etapas de la vida.

Ewan Urain de niño en Durango abrazado a una pelota.

Sin embargo, el fútbol no fue su primer deporte organizado. Llegó tarde, casi por descarte. En su colegio no se empezaba a competir hasta edad alevín, así que antes hubo otra elección provisional: la euskal pilota. El eco seco en los frontones fríos enseñaba otra cosa: que el juego también podía doler. Que la mano curtida era tan importante como la técnica. Un deporte con una tradición muy arraigada en su la que no es necesaria una mano dura, sino carácter. Se le daba bien. Muy bien. Campeonatos de Bizkaia, campeonatos de Euskadi. El tipo de talento que no pasa desapercibido.

Y entonces llegó la primera decisión de verdad sin haber acabado la escuela. Empezaba la etapa infantil. La elección: jugar al fútbol y dejar de lado los frontones. El destino se llamaba Cultural Durango. Dos caminos que empezaban a separarse. “Tuve que decir en un momento por qué me terminaba decantando. A mi entrenador de pelota mano le di un disgusto grande”. Fue el primer precio a pagar en sus decisión, ver el gesto de dolor contenido de su entrenador al decirle la decisión tomada. No hay dramatismo en su voz al recordarlo, pero sí una conciencia clara: elegir una cosa era perder otra. Eligió el fútbol. No porque fuera lo lógico, sino porque era lo que deseaba.

El fútbol de entonces no tenía nada de pulido. Empezó en la escuela, en campos de arena que, con la lluvia constante de Euskadi, se convertían durante meses en barro puro. “La mitad de la temporada jugabas entre charcos. Increíble”. Ahí se aprende a controlar el balón cuando no quiere obedecer. A caer y levantarse sin épica en el lodazal. A aceptar que el terreno en el que debes desenvolverte, rara vez, estará a tu favor. La llamada de la Cultural Durango fue, para aquel niño, como un premio inesperado. “El equipo más grande de mi zona, algo increíble, como si me hubiese llamado el Athletic”. Era un club en el que había mucha identidad, sentido de pertenencia y cercanía. Un club que representaba algo más que fútbol. Con el tiempo, Ewan entiende que ese sentimiento se ha ido perdiendo, diluido por la captación temprana de los grandes y por el crecimiento de estructuras como la del Eibar. Pero entonces no. Entonces la Cultural era sinónimo de estar en casa.

Y pronto, demasiado pronto, apareció el Athletic. La primera llamada no fue un sueño, sino un sobresalto. Muchas pruebas, entrenamientos distintos, un ambiente desconocido. “Me llamaban para ir a torneos y lloraba. No quería ir”. No por miedo al nivel, sino por el ambiente que se respiraba. Por la dureza en el trato. Por una metodología que convertía cada error en una falta, en un aviso y un señalamiento. “O la ejecución era perfecta o no valía”. Los entrenamientos se detenían ante el mínimo fallo, las caras de los chavales se llenaban de gestos de hastío, la aplicación de castigos colectivos convertían el terreno de entrenamiento en un campo militar. “El primer día que fui a entrenar la sesión duró diez minutos porque fallamos en la ejecución de la tarea tres veces casi seguidas. Para poder entrenar al día siguiente, teníamos que ir con una redacción de veinte páginas sobre una final de Copa del Rey que jugaban esa noche Athletic de Bilbao y FC Barcelona”

"Con el tiempo alcanzas a entender los motivos por los que se podía aplicar ese método de trabajo con los chavales que tienen que estar preparados para, un día, jugar ante cuarenta mil personas. Ahora, se busca otra vertiente porque aquello era muy duro"

“Yo solo pensaba: ¿dónde me he metido?”. No disfrutaba. Sufría. Venía de la Cultural, de la cuadrilla, de un fútbol vivido como juego compartido, y se encontraba con algo que describe sin rodeos: “aquello era la mili” y Ewan no estaba dispuesto a alistarse tan pronto. Dijo que no al Athletic, con trece años, declarándose insumiso al sueño de miles de chavales de Bizkaia. Y ese “no” fue otra decisión importante. Se quedó un año más en Durango, aunque aceptó ir algunos días a entrenar con ellos. Con distancia. Con cautela. Hasta que, al acabar la temporada, algo cambió. No el Athletic, sino él. Sintiéndose más curtido, un año de un adolescente es un salto evolutivo de cambios, decidió dar el paso. Para su segundo año de cadete Lezama sería su destino.

"Oihan Sancet estaba un paso por encima del resto. En un entrenamiento, recuerdo perseguirle en una acción defensiva, hacerme un regate y provocarme un esguince de tobillo con el quiebro que me hizo."

Allí le esperaban Ander Alaña e Imanol de la Sota. Y un vestuario desbordado de talento. Un equipo que ya lo había ganado todo. Jugadores que hoy están en Primera División. Y un chico llegado casi en secreto desde Osasuna: Oihan Sancet. “Firmamos juntos”. Lo dice como quien señala una fotografía antigua. En ese ecosistema de competencia feroz, Ewan empezó a entender otra dimensión del fútbol. La interna. “En el Athletic no se trabaja mirando hacia fuera, sino hacia dentro”. La amenaza constante del banquillo, del que viene por detrás, del que ya está arriba. La ambición como norma y requisito indispensable para todos los cachorros. El club, debido a  su política, dispone de un cupo limitado de jugadores para poder elegir y, así los uncidos que logran lucir el escudo en su camiseta, reciben a cambio una presión constante por aprovechar la oportunidad al máximo.

Ese niño que eligió el balón en un campo embarrado empezaba a aprender que, a partir de entonces, cada paso sería observado. Medido. Comparado.Y así, casi sin darse cuenta, Ewan Urain había entrado de lleno en Lezama. El siguiente capítulo ya no trataría de elegir jugar, sino de sobrevivir al lugar donde todos quieren ser elegidos.

Ewan Urain , delantero formado en el Athletic fue internacional con Escocia sub 21

Aprender a perder

Llegar no siempre significa estar preparado. Cuando Ewan entra en la dinámica del Bilbao Athletic, lo hace con una etiqueta que pesa más de lo que parece: “el nuevo Fernando Llorente”. El cuerpo se convierte en comparación, el futuro en expectativa, el presente en examen constante. Entre el aprendizaje de la derrota, el salto al fútbol adulto y una llamada inesperada de la selección escocesa, este tramo de su carrera se mueve entre la ilusión y la presión. Todo parece avanzar, pero algo empieza a acompañarle en silencio. Todavía no tiene nombre. Pronto lo tendrá.

Hay una edad —los diecisiete, quizá— en la que uno todavía cree que el fútbol es una suma de méritos acumulados. Juegas bien, marcas goles, trabajas, y el camino, por sí solo, se abre. Pero esa lógica tiene sus fisuras. Es fácil que empiece a resquebrajarse justo cuando aparece una palabra muy incómoda: expectativa. A Ewan Urain esa palabra le cayó encima muy pronto y de la que es difícil desprenderse. Su cuerpo, alto y aún por terminar de hacerse, era una invitación a la comparación fácil. “Con 17 años se me comparaba mucho con Fernando Llorente”, recuerda. No por juego, sino por el parecido físico. Un chico espigado, algo tosco, delantero centro. Cuando llegó al Basconia ya estaba la etiqueta flotando en el aire y llenado corrillos en la grada: el “nuevo Llorente”, un destino impuesto. Porque en el Athletic, explica Ewan, siempre se espera con ansiedad al delantero que marque diferencias, al que rompa la sequía simbólica de los nueves.

"Hay tanta competencia interna que te olvidas de lo de fuera y tienes que estar continuamente esforzándote en ganar por más, de marcar y de hacer todo lo que tengas en tu mano por hacerlo lo mejor posible porque sabes que hay otro en el banquillo, o en un equipo por debajo, trabajando al máximo por quitarte el puesto. Son unas ganas de comerte el mundo y una ambición que está muy arraigada en el Athletic de Bilbao."

Él, mientras tanto, intentaba mirar hacia otro lado. “Trataba de no prestarle demasiada atención. Estaba a mis cosas, a mis números”. No era falsa modestia, era supervivencia. Aprender pronto que escuchar demasiado lo que se dice fuera puede acabar deformando lo que eres dentro. El salto al CD Basconia fue natural. Subió con compañeros conocidos con los que venía quemando etapas —Paredes, Artola, Azcona, Jon Cabo— y eso amortiguó el cambio. Pero lo verdaderamente nuevo no fue la categoría, sino la experiencia de perder. Venía de una etapa en la que ganar era lo habitual, casi lo esperable, y de repente se encontraba en Tercera División, aún en el último año de juvenil, enfrentándose a futbolistas hechos, curtidos, con pasado en Segunda B que nos daban una lección que aprender en cada duelo con un defensa rival y un recuerdo, de cada una, en forma de herida con la que llegaba al vestuario..

Ese año fue, como lo define, “un máster acelerado de lo que es el fútbol”. Un aprendizaje abrupto. Con Aritz Solabarrieta primero, y después con Ibán Fuentes, que fue quien le dio confianza y continuidad. Junto a ella los números llegaron —once goles en doce partidos—, pero la lección ya estaba aprendida: ganar no siempre depende de hacerlo bien. Aprender a perder, dice Ewan, es una de las cosas más difíciles cuando vienes de ganar siempre. Ir a entrenar ya no con la certeza del triunfo, sino con la necesidad de evitar otra derrota. Darlo todo y descubrir que no siempre basta. Entender, con diecisiete años, que el fútbol y la vida funcionan por rachas, por dinámicas que no controlas del todo, pero frente a las que solo cabe una respuesta: seguir trabajando.

Ese aprendizaje, duro entonces, sería fundamental después. Porque el siguiente escalón, el Bilbao Athletic, llegó como una promesa inmediata. Estaban a un paso del sueño. Joseba Etxeberria en el banquillo. Era la temporada 2019-2020 y todo parecía encajar. Empezó el curso desde el banquillo, pero cuando tenía la oportunidad de jugar respondía. Pronto le llegó la oportunidad con tres partidos seguidos saliendo en el once inicial. Su reacción ante el reto fue insuperable: tres goles en tres partidos. No fueron tres goles cualquiera sino de los que cuestan de verdad. Si hay algo que se le demanda hacer a un delantero no es solo hacer tanto, sino que, sobre todo, ser capaz de marcar el primero, como siempre, el más importante, el que hace daño al rival. El que te dice que estás ahí.

Y entonces, el cuerpo. A la media hora del tercer partido, ante la UD Logroñés, se rompe el isquio. Durante la recuperación, en un entrenamiento, el golpe definitivo: rotura del ligamento lateral. Toda la temporada fuera. El regreso no se produce hasta el playoff exprés disputado en el mes de julio, en Badajoz, en un contexto extraño, casi irreal como fue todo lo que nos rodeó en la pandemia. Ewan consiguió llegar a tiempo y salir de inicio, en el duelo ante el anfitrión CD Badajoz, después de meses parado, por delante de Gorka Guruzeta, que también venía de superar una lesión grave. El partido se perdió en los penaltis tras jugar con uno más desde el minuto 60.

“Manejar con 19 años una lesión de ligamento en un momento en el que empezaba a despuntar no es fácil”. No lo dice como lamento, sino como constatación. Era la edad de los pájaros en la cabeza: contratos, primer equipo, futuro. Y de repente, ¡zas!, el golpe seco. La vida —usa esa palabra— te obliga a madurar. A trabajar la cabeza tanto como la pierna. Aprender la palabra resiliencia sin haberla buscado. Dentro de lo malo, hubo algo que le ayudó: el COVID. El parón le dio un objetivo claro: recuperarse. Para lograrlo tenía que trabajar duro, a diario: sesiones de bicicleta en casa, trabajo de flexibilidad. Una rutina con la que alimentar cada día, la única palabra que salía de su cabeza: volver.

"La lesión de ligamento llegó en un momento en el que empezaba a estar con pájaros en la cabeza de contratos, primer equipo, expectativas. Es un palo gordísimo. Las cosas estaban saliendo bien, yo estaba poniendo todo de mi parte, pero la vida te pega un golpe duro."

La vuelta no la recuerda con miedo. El tiempo ha borrado las sensaciones más concretas. Sí recuerda la confianza del club. La pretemporada con el primer equipo junto a su compañero Morcillo. Gaizka Garitano pasaba a estar al frente del primer equipo y las oportunidades perdidas parecían volver a presentarse. 

Pero los años siguientes en el Bilbao Athletic quedaron marcados por un patrón cruel: volver, encadenar buenos partidos, lesionarse. Volver, encadenar partidos, lesionarse. Una y otra vez, como una canción repetida. Aceptar, trabajar, volver a empezar. Analizar si hacía algo mal. Dormía bien, comía bien, seguía los planes. Aun así, el cuerpo volvía a ponerle a prueba. “Quizá no estaba haciendo lo mejor posible, pero sí lo mejor que podía con las herramientas que tenía”. Con el tiempo, dice, aprendes a escuchar las señales. A conocerte. A entender que el cuerpo también habla y qué está diciendo.

En medio de todo eso llegó una llamada inesperada: la selección sub-21 de Escocia. Dos partidos ante Irlanda del Norte. La incredulidad inicial dio paso a una felicidad profunda, sobre todo por lo que significaba para su madre y para una cultura que vive el fútbol con intensidad casi religiosa. La experiencia, sin embargo, fue fría. COVID, burbujas, gradas vacías. Todo distante. Incluso el fútbol era distinto: juego directo, delantero fijo, duelos aéreos. Otro idioma futbolístico. Otro inglés, también. Pero fue una vivencia que sumó, que amplió el mapa.

Los últimos años en el filial ya no fluyeron. Tras Joseba Etxeberria —con quien sentía una confianza total, un disfrute diario del trabajo— llegaron otros contextos, otros métodos. El recuerdo de esos dos playoffs perdidos, ante Badajoz y Burgos, sigue doliendo. “Tengo la sensación de que si hubiésemos ascendido, todo podría haber cambiado”. Con Imanol de la Sota al frente llegó una Primera RFEF que sorprendió a todos. Una categoría más dura, más rápida, menos indulgente. Un equipo joven, ideas atrevidas, pero el nivel pasó por encima. Después apareció Patxi Salinas para tratar de enderezar el año, otro giro, otro método que recordaba al de aquellos primeros días de adolescente en Lezama, ahora que empezaba a ser un hombre, para alcanzar la salvación como objetivo inmediato.

Para entonces, Ewan ya había aprendido algo esencial: que el talento no te protege del cuerpo, que las expectativas no garantizan el camino y que hay trayectorias que no se construyen hacia arriba, sino resistiendo. La compañera de viaje ya estaba clara. No era la fama ni sus promesas: eran las lesiones. Y con ellas, parado y la cabeza funcionando sin descanso, la necesidad de tomar la siguiente decisión.

Dos decisiones y un precipicio

Salir del Athletic no es una decisión sencilla. Nunca lo es. Menos aún cuando vienes de vivir un ascenso a Segunda División y crees que el siguiente paso será hacia arriba. Pero el fútbol, como la vida, no entiende de líneas rectas. En apenas un año, Ewan pasa de celebrar un ascenso con el Amorebieta a descender a Tercera RFEF en medio del caos institucional del Badajoz. Dos decisiones. Dos contextos. Una caída abrupta que no responde al rendimiento, sino a la crudeza del sistema. Aquí el fútbol muestra su cara más descarnada.

Salir de Lezama no es marcharse de un lugar: es abandonar una manera de entender y medir el tiempo. Allí todo está pautado, protegido y a salvo, incluso cuando duele. Fuera, en cambio, el fútbol ya no promete nada. Solo propone. Y cada propuesta es una decisión que no admite ensayo.

La temporada 2022-23 comienza para Ewan en un Bilbao Athletic que ha cambiado de piel. Con Bingen Arostegui como entrenador, el filial recupera una concepción más académica, casi escolar, centrada en formar antes que en competir. El equipo es muy joven y, con 22 años, Ewan se descubre a sí mismo en una posición extraña, ha topado con un umbral: ya no es promesa, pero tampoco realidad. Es uno de los mayores del grupo, pero apenas cuenta con minutos de juego. Los resultados no acompañan, el equipo se mueve en la parte baja y su presencia en el campo es intermitente, casi decorativa.

"Me costó salir del Athletic porque me daba miedo. Desconocía lo que me podía encontrar fuera, otro vestuario, tener que rodearme con gente más mayor y con su recorrido ya en el fútbol me imponía."

Es entonces cuando toma la primera gran decisión. Salir cedido. Romper, aunque sea temporalmente, el cordón umbilical. La SD Amorebieta aparece como refugio y como oportunidad. Y lo que allí sucede descoloca cualquier previsión: el equipo asciende a Segunda División contra todo pronóstico. Ewan participa, se siente parte del proceso, vuelve a experimentar algo que el fútbol le había ido retirando poco a poco: pertenencia.

Recuerda esa media temporada como la mejor experiencia que ha tenido en el fútbol. Por el vestuario, por la naturalidad del día a día, por la confianza del técnico, Haritz Mujika. Porque cuando se gana, todo se vuelve sencillo, incluso lo complejo. El Amorebieta empezó como colista y terminó como un barco que nadie podía detener: “ganando juntos, perdiendo juntos y vivir juntos” recuerda Ewan como si aquello fuese una tripulación en una expedición pesquera rumbo al norte. Habla de nombres propios —Jauregi, Rayco—, pero se detiene en uno con especial respeto: Etxeita. “Sin él, no ascendemos”, dice como quien señala el mástil que sostiene la vela. No como halago, sino como constatación de algo que solo se entiende desde dentro.

Ese ascenso, paradójicamente, lo empuja a marcharse. El Bilbao Athletic ha descendido a Segunda RFEF y su contrato, que antes protegía, ahora pesa. Decide rescindir. No quiere volver atrás. No quiere sentir que todo lo avanzado se diluye. Es la segunda decisión. Y quizá la más determinante.

Durante el verano aparecen opciones en Portugal, pero entonces suena el teléfono desde Salamanca. Dani Ponz insiste. Le promete un papel importante en Unionistas. Un club con identidad, con afición, con relato. Ewan acepta. Firma por dos temporadas. Pero el fútbol, a veces, no respeta ni las firmas ni las palabras. En Unionistas apenas juega. Minutos sueltos, confianza inexistente. El mensaje es claro aunque no se verbalice. Hay una cierta tristeza al recordarlo, no tanto por él como por lo que pudo ser. Se queda, eso sí, con una noche. La Copa del Rey frente al Sporting de Gijón. Un partido ganado con muchos suplentes, una grada viva, un ambiente que reconcilia. “De los partidos más bonitos que he jugado”, admite. Pero no basta.

En Navidad decide volver a elegir. Lo hace desde una idea simple: jugar. El Badajoz de Iñaki Alonso aparece en el horizonte. Hay acuerdo. Hay ilusión. Y entonces, otra vez, el cuerpo. Se lesiona aún siendo jugador de Unionistas. Se pierde la siguiente ronda de Copa ante el Villarreal. Unionistas elimina al equipo amarillo y se cruza con el Barcelona mientras él hace las maletas para bajar de categoría. El contraste es brutal, casi literario. De la posibilidad de jugar frente a un equipo de Champions League  a la Segunda RFEF. El contraste era brutal, incluso cruel, como si el fútbol se divirtiera cambiando el guión del destino de quienes osan formar parte de él.

Llega a un Badajoz roto. Un vestuario hundido, un club sin pulso. Llega lesionado, tarda un mes en volver. Ganan al Numancia en su primer partido y durante un instante parece posible revertir la situación. Pero es solo un espejismo. Iñaki Alonso es cesado. Ewan reflexiona sobre aquel equipo saturado de información, de análisis, de consignas. “Sabíamos tanto que no sabíamos qué hacer”, viene a decir. El fútbol, cuando pierde la intuición, se convierte en una jaula. Y aquel Badajoz era una jaula de la que alguien había tirado la llave.

"En Badajoz con Iñaki creo que, teníamos tanta información en la cabeza, llevábamos tan al detalle el análisis de cada partido que, al final, mentalmente el equipo no era capaz de hacer nada por sí mismo."

Lo que sucede después roza lo irreal. Un cambio de directiva, asaltan el palco Luis Oliver y Agapito Iglesias, que da pie a una situación que parece sacado de una novela mala: cerraduras cambiadas, despidos fulminantes, un entrenador nombrado por parentesco, dirigentes sin rumbo. El vestuario no sabe a quién dirigirse. La ciudad vive enrarecida. El caso acaba en la AFE. Y el equipo desciende. Así, en apenas un año, Ewan pasa de celebrar un ascenso a Segunda División a caer a Tercera RFEF. Dos decisiones. Ninguna absurda en su momento. Ambas definitivas.

Ewan Urain en su presentación con el CD Navalcarnero donde esperaba recuperar el nivel demostrado

El descenso rescinde su contrato. Hay tensiones económicas. Negociaciones ásperas. Y de nuevo, el vacío. Busca fuera. Bélgica, Holanda. Nada cuaja. Recala en el CD Navalcarnero, un equipo humilde, familiar. Empieza bien. Doblete en la primera jornada. Buenas sensaciones. El verano ha sido de trabajo serio. Todo parece alinearse otra vez.

Hasta que no. En la cuarta jornada aparecen molestias en el aductor. La gestión no es buena, ni por su parte ni por la del club. La molestia se convierte en rotura. Dos meses fuera. Vuelve, marca, entra en dinámica… y los isquios regresan como una amenaza conocida. En marzo se acaba su temporada.

El equipo, mientras tanto, hace una segunda vuelta extraordinaria. De coquetear con el descenso a pelear el playoff. En la última jornada, un empate basta. No va convocado, pensando ya en llegar limpio al posible cruce. En el descuento, con el tiempo cumplido, una falta en contra. Gol. Adiós al playoff. “No he llorado tanto en mi vida”, dice. Y no habla de sí. Habla de sus compañeros, de sus familias, de lo que supone entrar o no en una promoción para el futuro de todos. El empate, esa vez, fue un enemigo. El miedo a perder paralizó lo que antes fluía.

La temporada termina el 5 de mayo. Demasiado pronto. Y cuando una temporada termina así, el teléfono no suena. Sin playoff no hay números. Sin números no hay interés. Además, no haber ido convocado alimenta el rumor de una lesión persistente. El mercado es cruel y rápido, y Ewan lo aprendió en silencio. Se va a Estados Unidos, donde trabaja su pareja. Explora opciones. Nada inmediato. Surge Islandia: tres meses, incorporación urgente. No puede decidir en un día. Lo deja pasar. Y entonces aparece Italia.

Italia no llega como un plan, sino como una intuición. Llevaba tiempo aprendiendo el idioma por su cuenta. Acepta sin saber demasiado. “Si llego a saber lo que me iba a encontrar, quizá no hubiese venido”, reconoce ahora. Pero también sabe que, llegado a ese punto, ya no estaba eligiendo para ascender, ni para salvarse, ni para demostrar nada. Estaba eligiendo para seguir. Y seguir, a veces, es la mayor victoria.

Ewean Urain dispita una pelota en el partido del Manfredonia disputado en el estadio miramare

Ewan Urain: "Me gusta equivocarme"

Italia no es una huida ni un capricho. Es una elección consciente. Ewan no llega al Manfredonia buscando reconocimiento, sino algo mucho más sencillo y, a la vez, más difícil: jugar noventa minutos. Aquí aprende otro fútbol, otra cultura, otra forma de entender el esfuerzo y la autoridad. Sin balón, con calor, con presión y con prejuicios. Y, sin embargo, algo encaja. Porque por primera vez en mucho tiempo, su cuerpo aguanta. Y cuando el cuerpo aguanta, el resto empieza a ordenarse.

Italia no aparece como un destino soñado, sino como un lugar al que se llega sin red. Ewan aterriza en Manfredonia en agosto, cuando el sol aprieta y el cuerpo aún arrastra cicatrices de todo lo anterior. La primera imagen no es un estadio ni un balón, sino un albergue. Calor insoportable. Noches sin dormir. Una pretemporada —campagna, como la llaman allí— vivida casi en clausura, con dobles sesiones diarias y la sensación de que el fútbol, una vez más, se ha reducido a lo esencial: entrenar, comer, dormir mal y volver a entrenar.

Reconoce que, de haber llegado dos años antes, no habría durado. Que entonces no tenía las herramientas. Ahora sí. Llega con una mentalidad estoica, casi defensiva: aceptar lo que hay, no pelearse con ello. Vivir únicamente para competir. Eso, y poco más.

El inicio tampoco ayuda en lo deportivo. La relación con Luigi Pezzella, el entrenador, no fluye. La barrera del idioma pesa, pero pesa más entender cómo funciona en Italia el principio de autoridad, mucho más vertical, menos dialogado, sin matices. Aquí no se negocia: se obedece. Aun así, Ewan llega con un propósito claro, casi humilde: jugar minutos. No busca triunfar, no quiere destacar, lo más importante ahora es jugar. Y esa idea, tan simple, cambia la forma de afrontar las dificultades.

La presencia de Luis Hernáiz, otro español curtido en el fútbol italiano, resulta clave. Le traduce cosas que no están en el idioma, le explica códigos invisibles, le convence de que aguante, de que siga trabajando. Poco a poco, se integra en el grupo. No porque encaje del todo, sino porque no se esconde.

Italia también le devuelve un prejuicio conocido. Por su físico, por su altura, se espera de él un delantero fijo, de área, casi inmóvil. Y él, sin embargo, disfruta bajando a recibir, tocando balón, participando. El choque es frontal. El entrenador le insiste en que no le han fichado para eso. En el primer partido entra con 25 minutos por delante. No tira a puerta. Al llegar al vestuario recibe una bronca monumental. No entiende todo lo que le dicen, pero entiende lo suficiente. Decide callar. Aquí, piensa, contestar no suma nada. Trabajar, sí.

Pronto confirma algo que había oído y no creía del todo: en Italia se entrena sin balón. O casi. Muchas mañanas no aparece ni uno. Preparación física, carga, kilómetros. Ser atleta antes que futbolista. Por la tarde, algo de balón, pero con las piernas vacías. Comprende entonces que no era una exageración lo que había escuchado antes de venir. Era un aviso.

Fuera del campo, Manfredonia le sorprende. Es una ciudad pequeña, unos 50.000 habitantes, donde el fútbol se vive como algo propio. Desde los primeros días, la gente le para por la calle para agradecerle, para animar al equipo. No por ser una estrella, sino por formar parte. Hay humildad en ese gesto, pero también una presión constante. Aquí ganar lo cura todo. Perder lo rompe todo. La alegría es desbordada; la derrota, casi trágica. Forma parte del carácter italiano, de esa sangre caliente que no entiende de términos medios.

Ewan Urain celebra su primer gol con AS Manfredonia Calcio

En lo deportivo, la dinámica mejora. Primero media hora, luego titularidades. Hasta que el cuerpo vuelve a avisar. Sobrecarga. En Italia, cuando se pierde, se entrena más. Mucho más. Para unas semanas. Se detiene, se recupera y vuelve. Y esta vez se queda. Encadena partidos completos. Noventa minutos. Algo tan simple y tan olvidado que casi parece un lujo. La experiencia, dice, es una pasada. Por el ambiente en los campos, incluso siendo Serie D. Por la Gradinata, la afición del Manfredonia, entregada, ruidosa, fiel. “Te hacen sentir futbolista”, resume. Y no es una frase menor después de todo lo anterior.

El grupo sur de la Serie D es exigente. Hay equipos con presupuesto, con estructuras profesionales. En nivel competitivo, lo sitúa por encima de una Segunda RFEF española. En calidad técnica, no. Ahí España sigue siendo superior, quizá por la formación de base, quizá por los entrenadores. Aquí no hay rondos. No los ha visto. Las sesiones se dividen entre físico y táctica. Cada entrenador es un mundo, pero el balón nunca es el centro del entrenamiento. Defensivamente, Italia es un dogma. Encajar un gol es un pecado. Un error imperdonable. Si te marcan, debe ser porque el rival ha hecho algo perfecto, nunca porque tú has regalado nada. Las defensas son cerradas, compactas. Como delantero, toca sobrevivir de centros laterales, de segundas jugadas, de insistir. Buscarse la vida.

Y aun así, Ewan sonríe al decirlo. Porque viene de años sin continuidad. Porque ahora juega. Porque está bien físicamente. Porque está disponible. Porque enlaza partidos completos. Y eso, después de todo lo vivido, ya es suficiente. Italia no es el lugar donde vino a triunfar. Es el lugar donde ha vuelto a estar. Y a veces, en la carrera de un futbolista, eso es lo más parecido a empezar de nuevo.

Imágenes Lucía Melcarne Ewan Urain en Manfredonia 

Imágenes Getty Images Ewan Urain con selección de Escocia

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